EL DUENDE DE LA
CASCADA
DEDICADO A MI PADRE: ROLANDO OCAÑA RAMÍREZ, QUE UN DÍA PARTIÓ AL CIELO.
MIGUEL OCAÑA RAMÍREZ
¡Siempre
escucho que hablan del duende!, ¿Cómo es el duende?, ¡Quiero conocer al duende Papá!
Aquellas
frases impetrantes, fueron la insistente petición del pequeño niño, hijo de uno
de los hombres más ricos de Canchaque, y ¿Por qué no decirlo, de la vieja
Piura?
El
joven padre del pequeño gran primogénito, era propietario del único alambique, en el cual se destilaba el
aguardiente y la primera, bebidas alcohólicas que se extraen de la caña de
azúcar.
¡Le
diré a los peones que mañana mismo te lleven a ver al duende!- fue la respuesta
del padre a su pequeño retoño.
Varios
peones y jornaleros estaban bajo su mando.
Al
llamado de Don Néstor, el joven dueño de la destiladora, uno de sus trabajadores
se le acercó.
¡Mande
usted Señor!
Quiero
que mañana, cuando caiga el atardecer, lleven a mi hijo a la cascada donde
aparece el duende, me ha dicho que quiere verlo.
¡Se
hará como usted mande Señor!...
Entre
las bellas luciérnagas de la oscuridad de la noche, el croar de las ranas y el criquear
de los grillos, llegó al día siguiente, la tarde que se acababa…
Los
peones, debían emprender acompañados del pequeño niño, el largo camino para
llegar a la cascada en donde se veía al duende.
En
medio de la frialdad del clima, de las quebradas, de las afiladeras y de las
montañas, y a punto de caer la noche, llegaron al destino en el que debería estar el duende, para que el hijo del
amo lo viera.
Ya
parados con el niño adelante, frente a ellos estaba la bella cascada.
¡Mire
niño!, ¡Mire!- Le dijo uno de los jornaleros ¡Allá en la cascada!, ¡Allá está
el duende¡, ¡Mírelo niño!, ¡Mírelo!...
El
niño, curiosísimo por su deseo de ver al espíritu juguetón, y mirando al lugar
que se le señalaba, no lograba ver a ningún ser extraño.
¡No
veo nada!, ¡No veo ningún duende!
Sin
embargo, observó un sensacional espectáculo:
El
agua de la cascada, que con fuerza caía colisionando con las piedras de la
parte baja que formaban una hermosa quebrada, se detenía por momentos en el
aire, a casi un metro de distancia, y se esparcía extraordinariamente hacia los
costados, como si su curso natural fuera obstruido por las palmas de unas manos
invisibles que jugaban con ella, el agua caía, golpeaba normalmente las piedras
y nuevamente se suspendía en el aire para ser esparcida a los extremos.
¡Ese
es el duende que está jugando en la cascada! Le dijeron los jornaleros.
En
algunas piedras, después de tan bello acontecimiento, cerca a la caída de agua,
el pequeño, bajando y acercándose, observó unas raras defecaciones amarillas,
muy similares a las yemas de los huevos, que atribuyó a los duendes.